Hoy caminé por Cuernavaca (lo extraordinario fue tener un día ordinario)

Hoy (bueno, en sentido estricto, ayer) no hice nada «especial», sin embargo, creo que mi día completo lo fue al final de cuentas.

Por la mañana Ariel se tuvo que ir a la escuela y me quedé en casa. Salí después de un rato, sin prisas y caminando pues Ariel se había llevado el carro. Decidí no tomar ningún camión o taxi tampoco sino recorrer las calles de Cuernavaca a paso lento y observando lo que había a mi alrededor. Tuve que hacer un par de trámites en el banco (lo cual odio) pero aún mientras los hacía observé a la gente, tal y como son (o se muestran) y sin estar concentrado en mil pendientes que siempre rondan por mi cabeza.

Salí del banco, caminando pausadamente y continué caminando por la Avenida Morelos. Llegué al SAPAC a hacer otro breve trámite y continué con mi recorrido. Me encontré a un viejo amigo y a un conocido, por separado. Conversamos durante un rato en la calle, sin prisa y con calma. Uno de ellos se extrañó de ver mi nuevo «look», con bigote y barba que apenas se van asomando, pues no me he rasurado desde el domingo y nunca había durado más de un par de días sin afeitarme. A ver durante cuánto tiempo lo aguanto. El otro no dijo nada, pero seguramente lo pensó.

Seguí caminando, llegué a una librería y me detuve a hojear y a ojear algunos libros. Llegué a la Plaza de Armas, justo afuera de mi trabajo y me senté en una banca a observar a esa gente a quien Guillermo fotografía cotidianamente. Me pregunté, ¿cómo puede estar toda esta gente aquí, todos los días y yo siempre con prisa paso sin darme cuenta? Es verdad, esos rostros existen y son reales, no son meros maniquíes posando para retratos urbanos, pero siempre estoy tan ocupado, tan absorto en mis pensamientos y en los problemas laborales, pensando en servidores, redes, reuniones, salarios y demás cosas que no me doy el tiempo para observar el mundo a mi alrededor.

Se acercaba la hora de la comida así que fui al lugar acordado con Ariel. No había llegado, así que me consentí con una malteada de fresa que tanto se me antojaba y que muchas veces me limito por ser hipercalórica. Terminamos de comer, Ariel debió volver a la escuela y regresé a las calles de Cuernavaca. Ahora era la Avenida Plan de Ayala, después enfilé rumbo al Boulevard Juárez, en donde me reuní con mis papás y estuve conversando con ellos un buen y agradable rato.

Regresé a la casa en donde esperé a Ariel y en cuanto llegó fuimos a que me cortaran el cabello. Ahora me veo aún más extraño con el cabello corto y el asomo de barba y bigote. ¿Ir al gym? No, hoy no tenía ganas; mejor fuimos al Colegio Morelos a un concierto de la banda sinfónica y coro de la Secretaría de Marina de la Armada de México con boletos que mi mamá me había regalado. Hubo mucha gente, mucha más de la que me hubiera gustado o que podíamos tolerar; literalmente eran miles de asistentes. El concierto estuvo «bien» a secas pues a pesar de que las interpretaciones fueron muy buenas, el sonido que pusieron estaba distorsionado (¿cuándo aprenderán a no abusar de los altavoces?) y la gente no guardaba silencio y hasta fumaban. Después de que el asunto se puso tan raro como para que tocaran y cantaran La Traviata de Verdi y pidieran al público acompañarlos con palmas, cual versión bizarra de «caballo dorado» decidimos marcharnos de ahí antes de que terminara.

De nuevo a las calles, aunque ahora en la comodidad del automóvil. Aún así, opté por no manejar y continuar observando, ¡era mi día! y lo cotidiano debía ser lo extraordinario. Fuimos rápidamente a visitar a los papás de Ariel, después salimos de ahí y regresamos a casa a ver el segundo episodio de nuestra serie favorita. Después de que terminó decidimos que teníamos hambre y por segunda vez en el día me porté mal: esta vez el pecado fue en forma de tacos en «La Eréndira». Más gente en la calle, pero esta vez ebrios corriendo a toda velocidad sobre Plan de Ayala, perseguidos por ambulancias quienes muchas veces ya sólo llegan a recoger cadáveres. De vuelta a casa pasada la media noche y heme aquí.

Quisiera que hubiera en mi vida más días como éste, sin ninguna obligación ni ningún apuro. Sentándome a «ver la vida pasar», acercándome a la gente y no sintiéndome alienado en esta pequeña ciudad en la que todo mundo parece obstinarse en copiar lo peor de las grandes metrópolis: la prisa, el mal humor, los problemas y las preocupaciones. Quisiera caminar más a menudo por las calles de Cuernavaca.